jueves, 23 de abril de 2015

Este lado del mundo
tomass07©2015


Extiendo mi brazo izquierdo y trato de tocarla. Sé que ella está ahí pero no llego. Lo intento de nuevo, me concentro, no respiro; no sé bien porque pero se me forma una plegaria que sale con un aliento expulsado: Tocáme! No. Me quedaré con la incertidumbre, con la sospecha, con la fe. Pero la realidad es que ella hoy no me ha dado señales de su presencia.



Estoy en medio de este bosque, en este Hotel apartado del centro de la enrevesada y antigua ciudad de Tula, mas de cien kilómetros al norte del DF, en México. Hace ya un mes que deje a Mónica y a nuestro niño en Buenos Aires. Alejándome de todo llegue hasta aquí, con la excusa de un seminario de liderazgo que un cliente del estudio invito a que presenciáramos. Somos un grupo pequeño, pero hemos acaparado el Hotel. Creí que la atmósfera del bosque alrededor, la ciudad tan vieja y de cultura tan arraigada y presente, iba a obrar como un bálsamo curativo que detenga ese dialogo interior que estaba consumiéndome, pero no ha sido así. El canto coral de mis recriminaciones hacia el interlocutor único que antepongo, la mujer que me defraudó, me ha seguido hasta aquí. Junto con esta conversación interminable, desarrollé también un dolor en el pecho que me despierta cada día a las tres de la mañana. 

Todos los días, detrás de cada noche, donde es que intento no recordar ni ese dolor de futuro cercano, ni el presente ni el que juega al acecho con imágenes pasadas. Si: me acuesto cada día como si fuera el mismo, en realidad digo mejor: cada noche, como si fuera la última, y siempre trato de recordar para estar atento, con mi atención en lo que sucederá en tres o cuatro horas. A las tres en punto, si, a las tres, con precisión de quirófano, la alerta temprana de ese calambre en mi pecho me sacudirá como en un espasmo de shock eléctrico. Saltaré en la cama, mirando fijo hacia delante, me tomaré el pecho con la mano derecha, y tratare de sentir el resto del cuerpo con los sentidos que estén a esa hora de guardia. No volveré a dormir, solo me acercare al respaldo, me sentare contra él, y conteniendo mi pecho con mi mano, cantare despacio una canción a  manera de oración india que busca la extremaunción de mi alma: “Doscientos años, de que sirvió, haber cruzado a nado la mar…”… si, esa puede ser una de ellas…  

A las cuatro, indefectiblemente, llega la calma, irracional también, puntual y prolija, pero sin dar ninguna explicación. A veces acompañada de un rayo de luz que cruza la habitación y mi cuerpo. Con esa inspiración me siento más relajado y tomo impulso para  ir a prepararme un termo de té verde. Seguro volveré a la cama, seguiré leyendo a Walt Whitman en inglés, para aprender y recordar, y me preparare para la actuación diaria. A las seis, ya bañado y medio vestido, me siento el personaje de All That Jazz frente al espejo, mirando fijo y melancólico mientras suena Vivaldi. No sé si este esfuerzo es en sí la manera de afrontar la vida, o estoy realizando un entrenamiento que solo lima y desmenuza gramos de vida, empobreciéndome, hundiéndome lentamente en una agonía que paso del acecho a la percepción de su existencia.

Dependiendo como fuera el fallo absoluto de la mañana del día, así me sentiré el resto de la función. Es así: al final solo hay días buenos y malos. Fue en uno de esos días malos, donde no podía concentrarme ni un mínimo en mi papel de experto en algo, donde no había traje ni etiqueta que pudiese ser disfraz suficiente o al menos decente aunque mas no sea para los demás, en el que el dolor en el pecho dejaba una secuela que parecía una queja profunda, que abandoné el trabajo de mi presentación luego del desayuno, y salí a caminar.

Crucé el campo de golf, mientras veía los preparativos para una boda, seguro era viernes (era viernes) y preparaban todo para el fin de semana. Llegué a la calle interna y seguí caminando cuesta arriba. La ciudad está a cierta altura y me faltaba el aire más de lo acostumbrado. Tanteé con mi percepción solamente si el dolor en el pecho se intensificaba con el cansancio de la caminata, pero no pude comprobarlo: note un dolor de cabeza incipiente, una tos seca que aumentaría con el día,  un leve resfrío y un andar desbalanceado. Me auto mediqué caminar más, y un respirar más delicado y atento.

Llego a la calle y tomo hacia mi izquierda, camino hacia el centro. La vereda es muy angosta y por momentos se interrumpe. En la mano de enfrente hay, como en todo Tula, como en todo México, puestos de comida callejeros: pollo asado, tiritas de carne (cárnicas), tortillas y tacos de todo tipo, enchiladas, sincronizadas,… mucho picante encima, mucho guacamole para atraer al espíritu compasivo de la satisfacción con poco de humilde comida, casi a manera de ofrenda.

En realidad no voy al centro, ya fui un par de veces y no hay mucho que mirar, tampoco al sitio arqueológico, donde ruinas de la cultura tolteca se muestran a curiosos, como a pequeña escala de las monumentales obras aztecas o las románticas de los mayas; también estuve ahí. Me dirijo a un pequeño local que vislumbré en una vuelta de las instalaciones de la fábrica de nuestro cliente, hace unos días, cuando en medio de una lluvia tropical, y dado que se había inundado el camino de acceso principal, el chofer de la combi que nos traía tomo por un atajo: una pequeña e increíblemente angosta calle, de geometría imposible, donde las paredes del talud de cerro que cortaban quedaban como en un plano negativo, no permitiendo al que ingresara con un vehículo siquiera calcular si podía doblar, seguir o solo asomarse. Nuestro guía, un hombre con rasgos de indígena nativo, con una sonrisa que mostraba paz y seguridad, movió la combi casi contra el filo de la pendiente, haciéndola girar y estabilizarse los metros justo que permitieron ver que la calle continuaba más allá. Ahí, inmediatamente en el punto donde había girado la camioneta, desde mi ventana pude ver el cartel del pequeño local pintado de verde manzana, y con filigranas de arabescos y soles en el marco de cada pared: “La Flor Azul. Diagnostico del corazón”. El dibujo que se instalaba debajo de la frase del cartel era singular, una persona, un hombre, solo con pantalones (estaba muy bien dibujado, líneas negras sobre el fondo verde tan solo con llamaradas de rojo cruzándolo) y descalzo en una especie de baile circular. En el piso, donde este hombre giraba, un corazón como el del Sagrado Corazón de Cristo, partido y emanando luz. Un corazón roto.

***

Las Flores Azules
Las flores azules
Que están
Atrás de las montanas
Que están hablando
Que están hablando
Ustedes
Que dicen saberlo todo,
Interprétenlas,
Interprétenlas.

La cita era de un cuadro suelto, en uno de los accesos a las múltiples salas del Museo de Antropología del DF.  Era la Canción del Peyote. Sonaba en mi cabeza y en mis retinas desde hacía unos días.
***

Me acercaba al lugar donde debía cruzar y continuar hacia arriba por el camino que el chofer indígena había recorrido, pero no lograba dar con la entrada desde este lado de la calle. Raro, cada esquina parecía la misma y mas caminaba, me parecía estar siempre en el mismo lugar. Apenas una entrada a un callejón se dibujaba, doblaba y me apresuraba para entrar allí, como queriendo sorprender a esa situación prestidigitada, pero nada lograba. Siempre aparecía en un lodazal, o en un baldío, o en una vieja feria de trastos de hierros y maderas. No encontraba la calle de la geometría invertida. Cuando creí ya enloquecer, porque cada cuadra que avanzaba me sugería estar en el mismo lugar, y el árbol o el cartel o la sombra que asomaba diciéndome que ahí comenzaba la calle también se repetía como en espejos colocados formando un domino facetado, un perro negro y grande me miro fijo desde la pequeña terraza de una venta del pollo asado al penque. El perro no se movió, pero su mirada era de una piedad absoluta y en sus ojos vi reflejado el pasaje. Curioso es que al concentrarme detenidamente en el animal, el reflejo se agrando tanto que ya no parecía un reflejo, sino era la entrada en sí misma. Igual, di sobre mis pasos y gire. Ahí lo vi: el plano perpendicular de la tierra, negra y húmeda, no permitía filtrarse a luz alguna. 

Camine rozando la tierra en vertical que mojaba mis ropas, pensando que este pasaje no estaba pensado ni siquiera para que un cuerpo humano lo transgreda. No comprendí entonces lo sucedido a nuestra vuelta de la fábrica: como habíamos podido cruzar en una camioneta por esta misma calle y transitado ese pasadizo angosto. Me aseguré: no había otra posibilidad, era aquí y tan solo con tres pasos más pude ver las maderas viejas pintadas de verde. Deje mis pensamientos un poco atrás y me paré en el umbral del humilde negocio, que debieron haberlo limpiado hace instantes, porque todo alrededor era barro y tierra, y este lugar tenía sus tablas lavadas, claras, sin ninguna huella. Y con aroma a árbol y a jabón. 

Abrí la puerta, un sonido a metal y viento se escucho y de inmediato vi el cuadro que colgaba del techo a manera de saludo y la inscripción que llevaba:

El miedo. La claridad. El poder. La vejez.

Ese cartón grueso y de color manila que se desplegaba del techo me remitió en un relámpago a aquellos libros viejos, a la primera trilogía, al Don Juan, Juan Matus, con el que hablaba Castaneda cuando, tratando de conseguir su bachelor en antropología en California, bajó en un taxi amarillo a Sonora buscando por el brujo contador de historias.

Aquellos eran los cuatro enemigos naturales.

No recordaba que la Vejez era el último.

***

La mujer que estaba acariciando un gato sobre el mostrador me pareció conocida, transportada a otro paisaje, pero definitivamente conocida. Morena, pero de cara redonda y ojos grandes, negros, y remarcados como en una suerte de rímel muy oscuro. Sus rasgos no eran del lugar: su nariz pequeña, su boca de labios gruesos, su edad imprecisa pero en la letanía de los treinta, la ausencia absoluta de sus pechos.

Me acerque lentamente, mientras la mujer pasaba su mano sobre el lomo del felino que abría y cerraba los ojos como si fueran faros delanteros de una extraña maquina de pelo carmesí. El local solo tenía artesanías –lo que creí eran artesanías- y diferentes cuadros pintados con escenas del desierto. Brazaletes y pendientes diversos colgaban del techo y varillas o ramas de madera a manera de cielorraso, pero una gran madera a modo de barra o escritorio separaba el local. Del otro lado de la barra había humildes bancos, como para una sala de espera. Una señora muy vieja estaba sentada en uno de estos, contra la pared, cerca de una ventana que ofrecía un pano fijo en un vidrio de color turquesa. La vieja parecía estar allí desde el comienzo de los tiempos. No logre percibir movimiento alguno en ella.

―Bienvenido. ―me dijo la morena del gato, sus ojos redondos brillaban y más me llamaban a recordar a otra persona― En que lo puedo ayudar esta mañana?, me doy cuenta que no es de acá. –Su acento tampoco era del lugar, no lograba detectar un acento especifico.

―Hola… Si, no soy de acá. Pero vi este lugar hace unos días cuando pasamos con unos compañeros en camioneta por casualidad y me dio curiosidad el cartel, lo que dice el cartel de la entrada. “Diagnostico del Corazón” Que significa?

―Ud. tiene un dolor? Lo siente ahora la pregunta me sorprendió- siente el aire cálido o frío en su interior? la morena me miraba las manos con curiosidad.

―Sí, tengo un dolor en el pecho que… El aire, no, no sé, creo que tibio… quizás es un poco la altura de aquí. Ahora estoy un poco agitado.

Termine de decir eso y la morena tomo mi mano izquierda, abrió los dedos, puso por debajo un papel que materializo de algún lado… y dibujo el contorno de mi mano con un lápiz de color rojo. Saco la mano y miro el papel detenidamente, tomo una vela y engraso el papel, para volver a analizarlo. Dejo de nuevo el papel sobre la mesa y me miro a los ojos, de a uno; sus ojos negros tenían una intensidad que me paralizaba.

―Venga, pase de este lado. –Dijo de golpe- No hay mucho tiempo, yo seré su médico chaman hoy. Mi nombre es Abelarda, y necesito estabilizarlo antes que nada. Veo que la energía de sus manos está en el nivel más débil, pero esta es una buena hora del día para comenzar una rehabilitación.

Paso por la abertura del mesón siguiendo sus ordenes, mientras una parte de mi mente indica que no sé qué es lo que hacen allí realmente, cuanto me cobraran. Es que no tengo mucho en moneda mexicana, debería preguntar si reciben tarjetas de crédito, que estarán haciendo Mónica y el bebe, que estará haciendo Mónica…

Abelarda, ajena a este dialogo impiadoso, me hace seguirla a una cortina de cuentas de cerámica que abre con la mano mostrando una pequeña sala, con piso de cerámica roja y paredes lavadas a la cal, con un catre rústico contra una pared y una silla de madera y una pequeña mesa a manera de escritorio con solo unas piedras de colores encima.

-Acuéstese, mirando hacia su lado derecho, siéntase cómodo.

Hago lo que me dice, el catre no me parece muy limpio, y pienso que debieran poner una sabana limpia para cada paciente o cliente. O un papel, como hacen los gringos en sus clínicas del Norte. Veo que tampoco hay una almohada o almohadón. Me recuesto de todos modos, me extraña que no me pidiera que me saque los zapatos. También que me pida me recueste sobre el lado derecho pensé que el izquierdo es mejor

Estoy de costado, mirando la pared, pero me siento como si estuviera en posición fetal, y fuera un niño, antes del niño. Abelarda, mi médica chaman del día, está detrás de mí. Digo esto porque siento su presencia, pero no puedo asegurarlo, no hace ningún ruido. Creo percibir que algo pone debajo del catre, que algo sucede, como una descarga eléctrica. Siento que algo toca mi espalda, súbitamente me doy vuelta, pero no… Ella está sentada en la silla de su escritorio, lejos. No me mira, parece estar concentrada. Vuelvo a mirar la pared blanqueada, siento que entro un sueño, descanso del dialogo interior.

No me duermo, pero toda mi atención está puesta en pequeños cambios que experimento en mi espalda, en mi estomago, en mi cabeza. Muy sutiles, pero siento pequeños golpes o caricias. Trato de relajarme más. Una tenue luz azul se me proyecta en el frente de mi atención.
***

Sueno con un perro negro, el mismo que me mostró el acceso al pasaje con el brillo de sus ojos. Veo acercarse a otro perro, mas grande, también negro, que lo atemoriza. Trato de interponerme, para que el perro más chico, mi amigo, esté a salvo. Hago unos movimientos nerviosos, muevo mis piernas y brazos como empujando a alguien  y despierto en la gran cama del hotel, con las sabanas revueltas, totalmente empapado. Miro la hora, las dos y veinte de la madrugada. Me tiro de nuevo hacia atrás, cansado. No falta mucho para las tres.

***

El reloj del celular me asegura que son más de las siete, no entiendo como he dormido tanto. Me preocupo y salgo corriendo hasta el baño, abro el grifo de la ducha y recién ahí recuerdo que hoy debe ser sábado. No logro conectar con los recuerdos de la noche de ayer. Solo viene a mí un cansancio dulce en las piernas, que me dice de la caminata maratónica que ayer debo de haber dado luego de salir de La Flor Azul y despedirme de Abelarda. No creo haber dicho ni recibido palabra luego de levantarme del catre ni en tránsito hacia la puerta, solo distingo que tome calle arriba, por adentro del pasaje y me dirigí en dirección a Pachuca. No recuerdo cuanto camine, pero fueron horas. En determinado momento y lugar, que ahora no puedo precisar, sencillamente di la vuelta y volví por la dirección contraria, esta vez ingresando por el acceso principal y no el atajo. No recordaba haber comido, pero vi la cantidad de botellas de agua mineral de plástico con la  que estaba regada la habitación, la botella de Jack Daniels bajo la cama, envoltorios de cacahuates y nueces. Ese debe de haber sido mi festín, pensé.

Sería que la mañana era esplendida, que el sol ya brillaba desde muy temprano, que luego de bañarme y tomar varios termos de té verde, salí del hotel con una energía que me movilizaba por sí misma. Camine hacia arriba nuevamente, pero las ansias o el inusitado entusiasmo me hacían correr. Me sentía espléndido. Algo en mi columna se había fortalecido y sentía mi postura recta y traccionada. Creo que tardé en llegar al sitio del callejón menos de la mitad del tiempo de la vez anterior y reconocí el lugar donde mi amigo el perro negro me había guiado. Esta vez él no estaba. Raro, pero algo dentro mío comenzó a buscar al perro más grande. De hecho, desde una cuadra atrás ya había detectado donde doblar y había presentido que no estaría el animal.  No necesitaba guía esta vez: el sol daba de plano en el macizo de tierra que, ahora seca, parecía ofrecer un paso más que generoso. Caminé y tuve que parar a que bajara por la calle una pick up que llevaba animales de granja. Como me pudo haber parecido esto tan diferente ayer? Quizás el día nublado, tormentoso? Di la pequeña vuelta y ahí me quedé paralizado: del local de maderas verdes y el cartel de la Flor Azul no quedaba nada salvo un vago recuerdo de paredes pintadas a la cal en un ahora humilde puesto de comida que no tenia puerta ni frente alguno. Me acerqué. Solo un tablón en el hueco donde parecía que nunca hubo una puerta. Al verlo bien distinguí que era el mesón del local, donde Abelarda acariciaba al gato. Frutas de todo tipo ya están cortadas en pedazos grandes, y jugos de colores oscuros en vasos de plásticos. Reconocí a quien atendía, solo que esta vez la ví no solo moverse, sino cortar con un cuchillo un pollo con maestría extrema. Era la vieja que ayer esperaba en el banco.

-Señora, Usted sabe dónde está Abelarda? ―pregunté con poca fe.

La vieja me miró y su carcajada hizo temblar el mesón y el mundo. Juraría que al reír su cara me pareció la de un perro negro y grande.

La vieja dejó el cuchillo de lado, lo limpió contra su regazo, y se dirigió a una fuente de frutas. Tomó un plato, agarró un banco que tenia bajo el mesón, lo puso al sol y me llamo con la mirada. No me hablaba pero me incitaba a sentarme y a comer. Nunca en mi sano juicio lo hubiese hecho, pero… que perdía?

Así fue que ahí estaba, en ese pasaje de Tula, de geometría cambiante, sentado al sol en un banco de madera, en el frente de un puesto de venta de comida, con mi plato de frutas y mis manos chorreando un jugo intenso. El ver el color rojo en mis manos bajo el halo de la luz del sol hacía que me maree, pero en realidad estaba más lúcido que nunca. Pensé en Abelarda y de inmediato reconocí a quien me recordaba. Olga. Olga: esa diabla titerera que me asaltó hace ya tanto tiempo. Yo estaba envuelto en una relación claustrofóbica con mi novia histórica, mi primer amor, pero sentía una necesidad urgente de moverme hacia algún lado, quería viajar, vivir en comunidad, cambiar de casa, cambiarme de vida. Mi novia, aquella novia, jugaba a que nos iríamos juntos pero por alguna razón descreía de mis propósitos y era resolutivamente  peyorativa sobre mis deseos y capacidades. La realidad era que parecía nunca me movería de mi lugar. Olga era una vendedora de artesanías a quien, luego de un día de peleas y frustraciones como era habitual, le compre un brazalete que ella ofrecía como talismán para sanar el alma y atraer al nagual.  Esa tarde, la ayude a desmantelar su puesto de venta sobre la calle del parque, y le pedí me acompañe a mi casa a realizar un ritual que me bendiga. Como todo acto de amor, Olga llegó, entro en esa habitación que daba al frente de la casa, miro el desorden de mis cosas y sin decir palabra salto sobre mí arrojándome a la cama. Nada tardó en sacarme toda la ropa. Sus ojos negros como remarcados en rímel me acañonearon, para luego hundirse en mis piernas y re asomar mostrando entre sus dientes, con la boca abierta y risueña mi pene, ahora duro y rojo, como una presa. Después de lamerme hasta dejarme exhausto y al borde de terminar a cada caricia de su lengua, se subió sobre mí y se quito su remera. Olga no tenía senos, su pezones eran tetillas oscuras, su pecho plano. Su pelo corto y negro le daba un carácter andrógino, aunque su cara, sus hombros pequeños y sus piernas poderosas solo enmarcaban a su vagina devorándome. Ese día Olga me hizo conocer la satisfacción total, sacando de mí hasta la última gota de leche elemental.

Cuando llame a mi novia aquella noche, de manera infantil le conté lo sucedido. Solo años más tarde –años más tarde!- realice el momento: le había dicho que había estado con otra mujer. Mi novia y yo emprendimos caminos separados, pero no hubo tristeza. Nunca más vi a Olga ni estuve en contacto con ella, como si se la hubiese tragado la tierra. Solo el recuerdo de sus ojos de demonio.


Despierto, el sol y la fruta me hicieron dormir muy pesado. La vieja ya esta asando pollos para el mediodía. Le acerco el plato, me muestra dos dedos. Entiendo, le dejo veinte pesos.

Al mirar de nuevo hacia dentro veo unas maderas pintadas de verde apiladas contra la pared del fondo, y ahí sí recuerdo que Abelarda me hizo una observación a manera de recomendación, antes de irme.

"Self-importance is man's greatest enemy. What weakens him is feeling offended by the deeds and misdeeds of his fellow men. Self-importance requires that one spend most of one's life offended by something or someone."

El ingles de Abelarda me sorprendió por lo dulce y exquisito, pero en realidad me fue íntimo y familiar. Ella me miró con sus ojos de Olga, madre, bruja y amante y me dijo con un cariño infinito:

 ―Piense en la muerte como una consejera, no como otro ser que solo está aquí para bastardearlo.

***

Lo intento de nuevo. Estiro mi brazo izquierdo lo máximo que puedo. Lo sostengo. Ella está ahí. La siento. La muerte, que, según Don Juan le dijera a Castaneda, se encuentra exactamente a esa distancia de nosotros: el brazo izquierdo extendido. No me toca ni me envuelve, solo está. Si moviera un milímetro más alguno de mis dedos la tocaría, pero debo respetarla y entiendo que debo esperar a que ella me alcance a mí. No tengo animo de dialogo en mi interior, no tengo miedo ni resignación. Solo el conocimiento de que debo esperar. Y la tranquilidad que Olga está a mi derecha, dispuesta a llevarme al infierno aquí en la tierra, justo a las tres de la mañana.








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