viernes, 24 de abril de 2015

Una sola victoria
tomass07 ©2015


La tarde era soleada y cálida, pero yo solo sabía del frio que el sudor en mi espalda provocaba.

Caminaba por las calles sin sentir las rodillas, sin rumbo, y además en un barrio que no conocía tan bien. Nunca se terminaba de conocer a Buenos Aires, pero no era momento para permitirme esa divagación. Miraba la gente que pasaba a mi lado sintiendo que estaba actuando, tratando de parecer un tipo normal. Me preguntaba qué sucedería en cada una de esas vidas que golpeaban impasibles contra mí, mientras yo parecía estar desplazándome en una dirección solitaria, contrario a todos. Esa mujer que venía caminando casi sobre el cordón de la vereda, con su pelo oscuro y largo cayendo deshilachado sobre un costado, con un rictus de tristeza o preocupación, que estaría afrontando? Ya estaría en su casa en un par de horas, feliz, se reiría entonces? Vería televisión con sus hijos y marido, les prepararía la comida? O estaría cuidando a su madre, anciana, postrada. Estaría en compañía de un gato, que se llamaría Terso y la acompañaría caminando por la mesada de la cocina mientras ella recalentaba una porción de tarta que trajo del trabajo? Se metería en sus sabanas disfrutando del roce suave de ese algodón recién lavado y fresco, queriendo solo descansar y olvidarse de todo? Todos los seres humanos somos tan frágiles, tan expuestos a cada intervención del destino, a que cada evento nos impacte mecánicamente ampliado hasta el espasmo?. Ese hombre que se sacaba la campera, ordenaba un poco su ropa y miraba pasar cerca suyo a una adolescente de pollera mínima y piernas fantásticas, solo le quedaría por hacer emprender el retorno, o estaría en la mitad de su jornada, o no habría jornada en absoluto y solo estaba inmerso en la letanía de dejar pasar el tiempo? Viviría en una pensión en por el barrio aquel? Quizás pasaría un rato por las ultimas horas de la Feria de Libros usados de calle Rivadavia? Estaría solo? Sin trabajo? Quizás pergeñando asesinar a un socio timador? A un jefe megalómano y perverso?... No, en realidad nada yo sabía de aquella mujer, ni de aquel hombre, ni siquiera podía saber qué circunstancias rodeaban a aquel pobre perro manchado husmeando en las bolsas caídas por desidia frente al contenedor verde puesto por la municipalidad.

Llego al cruce de la avenida y miro sin mirar el transito que parece inacabable.
Todavía no encontraba mis rodillas, sin saber si el temblor interior se trasuntaba, mientras el sudor parecía helar mi cuerpo ante la menor brisa.

Venia de encontrarme con mi ex mujer en una clínica de estudios médicos.

* * *

Me separé de Graciela hace poco más de dos años.

Los dos teníamos entonces cuarenta y cinco, y nos conocíamos y habíamos estado juntos desde la secundaria. Como fue que llego el hartazgo, difícil de explicar. Fue de a poco creo, fue creciendo; se generó una distancia que empezó a manifestarse físicamente. Recuerdo el sentimiento de anhelar estar solo, de verme rodeado por las cosas que hablaran de mí, del deseo del silencio.

Mi amigo Pedro Malbran viajaba por entonces por una beca a Latvia, y al ir a saludarlo me pidió que retuviese las llaves del departamento que tenía en Belgrano, en la calle Moldes cerca de Juramento, y que intentara ir seguido; Pedro es muy obsesivo y paranoico.  Pero así fue: ir al departamento de Moldes se convirtió en mi escape casi diario, mi pequeña fuga. Minimalista Pedro, el tres ambientes era inmenso y con  pocas cosas, dejando al living tan impersonal como a un departamento para muestra de venta. Llevé de a poco algunos libros y CDs de música.

La noche que jugaba River por la copa después de mucho tiempo, tuve la excusa: me quedaría. Graciela me escucho con toda naturalidad, en realidad muchas veces por trabajo habíamos dormido separados. Yo trabajaba desde hace años como ingeniero industrial en un laboratorio nacional que tenía una planta en Vicente López, encabezando pequeños proyectos como coordinador, no era un gran sueldo, pero la inercia del tiempo hacía que pudiera manejar mis tiempos. Por días y días quizás no hacía nada, y de golpe debíamos entregar un trabajo a un potencial socio o inversor en menos de un fin de semana. Solía quedarme hasta muy  tarde en la oficina y, a veces, usaba el sauna nunca operativo del gimnasio de la planta para dormir. O me quedaba con Amanda. Amanda era la recepcionista desde hacía tres años. Morocha, de cara redonda, piernas fuertes, cola grande pero firme, pechos separados con forma de voluta de cielorraso de artista. Linda la negra. Nos acercamos por medio de bromas, ella solo cinco anos menos que yo, casada, sin hijos. Fuimos amantes de semana, como corresponde. Lo hacíamos en la oficina en horario de almorzar, lo hacíamos en los pasillos que unían los dos viejos edificios, lo hacíamos en un pequeño deposito de la cocina, hasta lo hicimos encerrados en un baño, luego de una fiesta de fin de año, y prácticamente a la vista de todos. Por alguna razón misericordiosa todo quedaba ahí, hasta nuestras dormidas en hoteles cercanos, y la llegada tarde mutua, a veces en el viejo auto de la morocha. Para mí era mi rutina divina, me daba placer, me hacía sentir bien y pleno. Cuando comencé a ir al departamento de Pedro, Amanda me comunico que renunciaba y se iba a vivir a España con el marido. Me conto también que estaba enferma.

La soledad en el departamento de Moldes comenzó a ser una adicción para mí. Ya no quería regresar a la vieja casa de Martínez, ni me preocupaba que Graciela quedara ahí sola o tuviera miedo por las noches ante cualquier ruido. Ella trabajaba desde la casa, como Call Center Representative, titulo pomposo que significaba recordarle a la persona que quedaba esperando en línea, que su garantía había caducado un instante antes que se le rompiera lo que sea que había comprado.Usaba el teléfono y la computadora y trabajaba solamente 6 horas por día tomando llamadas que eran derivadas desde un nodo en Córdoba. Toda la vida había vivido en esa casa que heredo de sus padres, y conocía el barrio y los vecinos y los comerciantes del lugar casi como familia. El alquiler de un pequeño local en planta baja, alquilado por un peluquero punk de piernas flacas y pantalones ajustados siempre negros, daba más aire a la economía de la casa, totalmente administrada por su dueña.

Los padres de Graciela habían muerto en un accidente de auto hace tiempo, yendo a Córdoba, a las sierras, donde les gustaba veranear cada año. El golpe había sido mortal, en más de un sentido. En esa época (que año fue?, … cuando estábamos con el proyecto de los tranquilizantes?) nos encontrábamos consultando especialistas para entender porque no teníamos hijos. Ya hacía tiempo que tratábamos, o al menos no nos cuidábamos, y nada venia. Un doctor que ayudaba en el proyecto y que se había hecho amigo mío y del grupo, un día me refirió de una eminencia en el tema, y el mismo nos arreglo una cita. Fuimos muy nerviosos a esa clínica que parecía salida de una película francesa avant garde. La atención fue muy buena, pero la conclusión complicada: ensayos y más ensayos habría que hacer, muchos de ellos intrusivos, largos, molestos, que Graciela debía tomar con paciencia y bastante entereza. Lo mío, bueno, lo mío era más pedestre.

―Sus espermatozoides no tienen la calidad esperada me aseguro el Dr. Parravini, con sus lentes de leer a medias en su nariz, inclinando la cabeza y mostrando el tostado de su entre pelada y sus cabellos a la gomina peinados hacia atrás― sin embargo no es tan preocupante por ahora. Debemos avanzar con su señora. Usted cuídese, póngase en forma, haga abstinencia por un par de semanas y espere que yo le diga.

Qué edad tenia Graciela por entonces? Treinta y nueve? Si, se que abuso de los puntos de interrogación, pero estoy confundido y me siento lejos de poder identificar fechas y escenarios.

* * *

Fue al volver de un viaje a Lima, que aproveché y directamente regresé al departamento de Moldes. Tuve que soportar en el viaje las preguntas de porque había llevado tanto bolso, tanta ropa, y tanto pequeño electrodoméstico para una visita de solo tres días, pero la idea ya estaba instalada. No hubo pelea anterior, no hubo gritos, tampoco había pasión. Solo baje del avión y sentí una rara emoción al decirle al de Tienda León que iba a Belgrano. Sintiéndome en falta, jugaba con las llaves en el asiento del remise, Pedro había puesto un raro elemento en el llavero aquel, una mano judía que mostraba la sabiduría, me había explicado. Había hablado con Pedro por skype esa misma mañana, todavía faltaban cuatro meses para que volviera de Latvia y se mostró sorprendido y divertido con la idea que yo viviera ahí ese tiempo, para ver qué pasaba. Eso decía yo como eslogan de patético auto descubrimiento: quiero ver que pasa.

Esa misma noche, subiendo por el ascensor, entre bolsos y mochilas, conocí a Naomí. Yo estaba ya acurrucado en el interior y trataba de apretar el botón del piso 4 cuando ella abrió la puerta y con la voz más dulce del mundo me pregunto si había lugar para ella. Creo hubiese tirado mis cosas a la calle con tal de que esa frágil chica, joven y hermosa, de ojos verdes claros, de labios gruesos, flaca, extremadamente flaca y con esos hombros y espalda pequeña y débil, con pechos turgentes que parecían bailotear sin orden, que hacían más graciosa y al mismo tiempo más frágil su figura, me hiciera compañía. Como todo tipo maduro e impertinente hasta la imbecilidad, lo primero que pude pensar en decirle antes de bajar yo en el cuarto (ella iría hasta el octavo), lo más inteligente, lo mas… lanzado… que se me ocurrió fue: ―Que edad tenés?

Ella me miro y su respuesta fue reírse a morir.

―Ustedes, los argentinos, tienen una forma muy agresiva de acercarse― y se rió de nuevo llenándome de un perfume a pastillas de menta y resonando en un acento que no lograba identificar de donde venia. Me puse colorado, a mi edad, me puse colorado y no salí indemne de la situación: se me cayó la mochila al hacer malabares en la puerta con tan grande y pesado bolso… La mochila tenía el bolsillo de costado abierto y de ahí salió disparado el libro que venía leyendo en el avión: Escritos de un viejo indecente, de Bukowsky. Ella se inclino para ayudarme y al tomar el libro se volvió a reír con una carcajada que dio la vuelta al mundo.

―No lees en Kindle? Todavía con libros?

Suspire aliviado al ver que la risa no provenía de una lectura apreciativa del título… seguro yo tenía edad para ser su padre y ahí estaba, rehén de un encuentro.

―No lo intenté, me gusta el olor del papel ―no había caso, la creatividad se había declarado en ausencia aquella noche. ―Además no hay muchos modelos para comprar acá… Vos tenés uno? Te gusta leer, de donde sos?, no engancho tu acento... ―Ella solo rió e hizo un mohín hacia la puerta del ascensor, haciéndome notar que ya había parado en el cuarto.

―Uhh… Bajo aquí… que ruido estoy haciendo. Te cierro la puerta yo, gracias por acercarme la mochila.

“Si papá, tengo un kindle”, “Si papá, soy de Wonderland”, podría haber dicho. Pero solo me miro y saludo con la mano. Un tibio y exquisito movimiento con la mano. Apenas cerré la puerta, el ascensor voló hacia el octavo. Yo me quede apoyando el bolso contra la pared, mientras el ojo en la mano del llavero me miraba interrogativa y mi corazón se quedaba pegado a unos labios rosados intensos, unos ojos verdes y unas tetas del infierno.

* * *

Pensé en Naomí esa noche. Pensé en Naomí el día siguiente. Pensé en Naomí todos los días de la semana. Hice guardia en la puerta del ascensor, en la puerta del edificio. Hice guardia en la esquina, y hasta desde una bar a dos cuadras. Subí por las escaleras hasta el octavo, quedándome como un ratero al acecho en el descanso por horas, aguardando algún ruido.

No supe de Naomí hasta casi dos meses después, un sábado, cuando baje, de nuevo con mi bolso, lleno de ropa para llevar a lavar a un 5á´Sec. Solo el verla recostada contra la puerta, su figura realzada con un jean que dibujaba sus piernas delgadas, su cara asomándose sobre el marco de bronce, su cara…  que parecía recortada del plumín de Hugo Pratt, me acelero internamente sin preguntarme antes nada.

―Hola― dije, cuando ella todavía no había advertido mi presencia y trataba todavía de sacar la llave de la puerta, ya del lado de adentro. No entiendo porque, pero esa muchacha, entreabrió sus labios y me mostro su alegría de encontrarme antes de otra cosa. Llenó toda mi alma en un instante. Creo solo pensé en abrazarla y jurarle que la querría para siempre. Ella solo sonreía y tocando el bolso dijo: ―Es tu amigo, lo sacas a pasear?

Esa misma tarde estuvimos juntos en la cama del cuarto piso.

Recorrí su cuerpo con todas las armas que tenía: mis manos, mis pies, mi boca, mi lengua, mi verga, mi nariz. Parecía más que un cuerpo perfecto, era un ángel lascivo hecho a escala, cuya piel mostraba una edad tan tierna y jovial, con piernas y brazos y caderas que podía mover y posicionar a mi antojo. Naomí, pasiva y hermosa, me miraba y se reía divertida.

―Te reis de mí, te reis todo el tiempo, porqué? Me da miedo preguntar, pero me gustaría saber –le dije creyendo disfrutar de una fruta prohibida antes que entrara la policía a encerrarme.
 ―No es de vos, es de cómo me miras y tocas, parece que me vas a comer.-y se rio de nuevo y tapo la cara con la sabana, dejando todo su cuerpo desnudo a la intemperie como si fuera un animalito temeroso. Su vagina, entre rosada, se mostraba como una ofrenda, cuando, jugando a que abría las piernas y las cerraba en un abanico de falso temor, quedaba enfrente de mí como la flor esencial de la luz.

Acercándome, quizás también como un animal, pero éste en celo y con deseos de carne trémula y dura, la tome de la cintura y di vuelta. Su cola asomaba casi a noventa grados contra su espalda. Recorrí su piernas desde debajo de las rodillas, llevando la mano por sus muslos, mojándola en su entrepierna y anclándola entre sus nalgas, en su agujerito más pequeño. Gruño de placer y se puso en cuatro, moviéndose de manera tal que mis dedos se hundían aun más. Ella se movía hincándose más y más, gimiendo y gritando, desesperada y feliz. No pude tolerarlo más  y me pare detrás de ella, le abrí los nalgas de manera brutal  y clave mi pieza de manera tal que nos hundimos hacia delante en la cama. Yo la golpeaba y golpeaba, rebotando entre sus piernas, cadera y cintura. Ella, de golpe, divertida a más no poder y con los ojos brillantes, se zafó de mi abrazo y me tiro de costado con un golpe de caderas, se tiro el pelo para atrás mientras me miraba desde arriba y me monto subiéndose como se sube a una montura, solo que ahora gritaba y se estremecía como loca.

* * *

Graciela no tolero los estudios.

Siempre había sido muy sensible y de alguna manera no podía prestarse en la forma que se requería a que la analizaran con tanto ingreso metálico sobre su cuerpo. Finalmente abandonamos, y eso desembocó en una suerte de crisis tibia, como eran nuestros desacuerdos. Una suerte de tristeza suave con melancólica entrega. No me detuve en ese momento a ver qué consecuencias reales tendría sobre nosotros, sobre el futuro. En realidad, nunca me pregunte sobre el futuro demasiado. Creo que fue una de esas noches donde por primera vez llame a Amanda a su casa. Primero me corto, luego me llamo desde otro teléfono, que se escuchaba muy mal, muy nerviosa por mi llamado. Es cierto: existía un código no escrito, “no llamaras”.

―Negra, porque no tenés hijos? Estas en edad todavía, nunca te lo pregunte pero de golpe necesito saberlo.

El silencio del otro lado me hizo dar cuenta que había tocado una cuerda difícil.

―Porque me lo preguntas, y a esta hora, que pasa? Sucedió algo? Tu mujer…?

Yo tampoco sabía porque lo preguntaba, me había surgido de golpe la necesidad de hablar y, la verdad, no contaba con nadie cerca mio. Amanda pertenecía a un mundo paralelo, pero ella siempre me comprendía y perdonaba absolutamente todo. Así son las amantes quizás, mezcla de madres con amigas con hermanas pero siempre con el sexo como primer anhelo y punto de reunión ante emergencias…. Su abnegación inicial nos dice que aceptaran lo que se pueda dar sin recriminar por más nada. A veces es así, muchas veces es así.

―Nada, solo que… sabés que estamos con unos estudios… y la cosa no funciona. De golpe… quería saber, me preguntaba… vos y yo no nos cuidamos, nunca me dijiste de hacerlo, yo no sé cómo te cuidas vos…
―Yo no puedo tener hijos, creí que lo sabías. A Fernando se lo dije desde antes que saliéramos… así un poco nos conocimos. Cuando nos casamos ya era algo asumido. Nunca me molesto, nunca me dolió. Ahora… que vos vengas con eso… que pasa? La crisis de los 40? Vos que nunca miras un pibe de cerca, que te aburren soberanamente cuando te hablan de los hijos o los sobrinos… Che, dejate de joder, anda a la cama, encima ahora me van a preguntar que estoy haciendo afuera, si ya deje de fumar hace rato… Dale, nos vemos mañana en la planta. Besos.

Colgué sintiéndome culpable. Esa noche tarde en ir a la cama, me quedé viendo la repetición de una película que había visto hace días a medias… De múltiples encuentros y desencuentros amorosos en una suerte de relatos múltiples, que luego se van sincronizando y llenando la trama entre sí. Yo no sabía que trama prefería para mí, me sentía especialmente abatido. De no ser porque había dejado de beber alcohol hace tiempo, hubiese tomado una botella de tequila anejo, y llevado a la cama conmigo.

* * *

Pedro me había enviado un correo, diciéndome que le habían propuesto quedarse seis meses más y tener un puesto de gerente. Yo estaba en Bariloche, donde había ido a cerrar un reporte junto con consultores del Sur. Preparaba mi reporte mientras desayunaba tostadas con mermeladas artesanales y un increíblemente espumoso café que había hecho me subieran a la pieza para trabajar tranquilo. El celular vibró y vi que el nombre de Naomí se iluminaba. Raro… nunca me llamaba si sabía que estaba fuera de Buenos Aires. En realidad, no me llamaba en absoluto, su manera de comunicación era escabullirse del octavo, donde vivía con una amiga, bajar hasta el cuarto, golpear la puerta e inmediatamente empezar a tratar de derribarla, para pasar a tirarse encima mío para que la llevara en alza hasta la cama.

―Ey, que pasa? Qué raro me llames.
―Recibí una citación del ejercito, tengo que responder en 15 días.
―Citación de qué? Naomí, no juegues… Dale que tengo trabajo.
―No, es así. Cumplo veintiún años dentro de dos meses― se me paro el corazón, veinte y..? No sabía su edad… Si, realmente podía ser mi hija― y si no me presento al servicio militar pierdo la ciudadanía israelí.

Mi cabeza iba y venía, golpeaba contra los rincones de mi cráneo y contra los de la pieza de aquel hotel. Cambié de mano el celular.
―Y vos… que vas a hacer? Que querés hacer?
―Yo quiero quedarme con vos.

El viaje de regreso en avión fue surrealista. Las palabras de Naomí se replicaban de manera coral. “Quiero quedarme con vos, que vivamos juntos, que tengamos un hijo”. Dios. DIOS. D  I  O  S. Si… si quizás lo que me hacía más feliz de a ratos esos días era el saber que tenia al lado una nueva compañera de juegos joven y esplendida, que podía ser mamá. Que me daba una nueva oportunidad. Quizás era esa lo que buscaba desde hace tiempo. Recordé el llamado de Pedro, las estrellas parecían alinearse para mi, una vez al menos! Give us just one victory! Cantaba Todd Rundgrenn desde el iPod… Give us just one victory and it will be all right. De golpe me sentí bien, sentí alegría al respirar, motivación. Mierda, estaba bueno eso.

* * *

Naomí pasa delante mío llevando graciosamente una fuente con pasta hacia la mesa de la cocina

―Donde tenias eso?
―La deje que se enfriara un poco cerca de la ventana del frente, ahora le agrego un –cuando decía palabras tales como “agrego” se notaba un raro acento, mezcla de voces israelíes con algo de francés- toque de queso blanco y cebollas. Te va a encantar.

Ya hacia algunos meses que estábamos juntos, la vida parecía sonreír. Yo la miraba pasar, y casi la imaginaba como mamá. No nos cuidábamos desde que se había mudado conmigo. Gracias Pedro, que Latvia te guarde y te regale beca tras beca.


Tenía que viajar de nuevo a Perú, pero esta vez a un lugar en altura y con pronóstico de frio. Fui a la casa de Martínez temprano, antes de dirigirme a la planta. Necesitaba llevar ropa de abrigo que todavía no había mudado del todo, especialmente unos borceguíes que deje alguna vez macerándose en grasa para ablandar el cuero. Graciela me recibió con una blusa que mostraba que no tenía nada debajo, y unas calzas que hacían ver que alguna tipo de actividad estaba teniendo, con buenos resultados a la vista.

―Que bien te ves. Sos una cincuentona muy deseable.
―Eso me dijo Ramón.
―Ramón?
―El peluquero. Me comento que uno de sus clientes viene a la hora que yo vuelvo del gimnasio para verme  en calzas. El tipo se sienta a leer como esperando un turno, pero solo está atento a mí.  Sueña con mi culo, parece.

Fui al fondo, tome los borceguíes, pase por la cocina, deje los zapatos en una silla, tome a Graciela de la cintura y la arrastré a la cama de su dormitorio, sin sorprenderme de ver que debajo de esas calzas llevaba una tanga negra que yo no le conocía. Ese descubrimiento elevo aun más mi temperatura.

* * *

―Belgrano. 2Amb. Luminoso. Lavadero y patio. Quiero el patio, quiero el patio ―me dice Naomí leyendo el diario del sábado― Deberíamos ya pensar en un departamento para cuando vuelva tu amigo, no creo pueda estar tanto afuera sin regresar a ver a su familia al menos, seguro no le renuevan otra vez la beca y te llama que ya viene. Ahhh…, y el patio quiero que sea grande, para que si tenemos  un varón tenga donde correr.

La alegría de Naomí es contagiosa. Y su pensamiento sobre el futuro contrasta con mi condición de día presente. Imagino un patio, lo imagino con cerámica de color rojo, lo imagino grande. Imagino un chico corriendo, lo imagino con la viva cara de ella.

* * *

La mañana estuvo nublada, ahora hay un sol que parece querer quedarse. Camino por Av. Rivadavia, paso por la Feria de libros usados, veo que están algunos de los coleccionistas de estampillas y figuritas antiguas. A la vuelta, si no se hace tarde, pasare a dar una mirada. Chequeo de nuevo la altura de la calle, no conozco el lugar donde me citó Graciela, no soy de este barrio. La veo aparecer en la esquina, me causa gracia: ha engordado un poco. No quiero mostrar preocupación, pero lo primero que me sale es:
―Que pasa, que tenés? No quisiste decirme nada, y además, porque por acá, si todos tus médicos están por zona norte…
―Nunca me hice antes algo como esto, y  no pude tomar calmantes ni nada, solo pensé en vos para que me acompañes. Es acá a la vuelta, vamos que ya estamos tarde.

Puerta de vidrio con portero. Limpios pisos de porcellanato color marfil. Ascensor. Tercer piso. Ecografías. La sala muestra muchas parejas. El piso se comienza  a mover.

―Veintidos milímetros. Es todo un corazón que late. Escúchenlo.

Los altoparlantes resuenan. Estoy escuchando al hijo de Graciela. Estoy escuchando a mi hijo. No necesito preguntar nada, la cara de Graciela me lo confirma al sonreír. Mi hijo.






Dejé a Graciela hace ya cuarenta y cinco minutos.

Nos despedimos de manera cordial, como siempre este último tiempo. Tal como fué cuando firmamos los papeles para vender el auto. Sin conciencia de nada significativo. Tan solo hemos preferimos los dos estar casi en silencio y dejar que el entendimiento crezca desde adentro. La deje en la boca del subte mientras un aire frio crecía por mi espalda. Estoy transpirado, no siento mis rodillas, me largo a caminar como escapando a una súbita corriente de conciencia. Me resisto a pensar en lo que acabo de presenciar. Miro las caras que se me cruzan en la calle. Imagino sus vidas, un momento de sus vidas. Camino más rápido, quisiera perder el aliento. Llego al cruce de la avenida. Me inclino y tomo aire con mis manos sobre mis piernas. El aliento entra y me habla de milagros. Me incorporo. Ya reconozco donde estoy, no tan lejos de la Feria de los libros usados. Siempre me gusto ese lugar. Hay mucho que pensar, si, mucho que decidir y planificar. Pero hoy el aire está fresco y dulce y parece pacificar y dar calma. Una rara sensación sube desde arriba de mi estomago. Cuando llega a la altura de mi boca, la reconozco. Siento deseos de dar gracias. Cruzo la avenida ya transformado en otra persona, sonrío para mí y para afuera. Estoy contento. Miro los primeros puestos de la feria: primero los de filatelia, más allá se agrupan los de figuritas. Comenzaré una colección, para que luego alguien la siga y complete. Quizás un día vengamos juntos.





Somehow, someday,
We need just one victory and we're on our way
Prayin' for it all day and fightin' for it all night
Give us just one victory, it will be all right

jueves, 23 de abril de 2015

Este lado del mundo
tomass07©2015


Extiendo mi brazo izquierdo y trato de tocarla. Sé que ella está ahí pero no llego. Lo intento de nuevo, me concentro, no respiro; no sé bien porque pero se me forma una plegaria que sale con un aliento expulsado: Tocáme! No. Me quedaré con la incertidumbre, con la sospecha, con la fe. Pero la realidad es que ella hoy no me ha dado señales de su presencia.



Estoy en medio de este bosque, en este Hotel apartado del centro de la enrevesada y antigua ciudad de Tula, mas de cien kilómetros al norte del DF, en México. Hace ya un mes que deje a Mónica y a nuestro niño en Buenos Aires. Alejándome de todo llegue hasta aquí, con la excusa de un seminario de liderazgo que un cliente del estudio invito a que presenciáramos. Somos un grupo pequeño, pero hemos acaparado el Hotel. Creí que la atmósfera del bosque alrededor, la ciudad tan vieja y de cultura tan arraigada y presente, iba a obrar como un bálsamo curativo que detenga ese dialogo interior que estaba consumiéndome, pero no ha sido así. El canto coral de mis recriminaciones hacia el interlocutor único que antepongo, la mujer que me defraudó, me ha seguido hasta aquí. Junto con esta conversación interminable, desarrollé también un dolor en el pecho que me despierta cada día a las tres de la mañana. 

Todos los días, detrás de cada noche, donde es que intento no recordar ni ese dolor de futuro cercano, ni el presente ni el que juega al acecho con imágenes pasadas. Si: me acuesto cada día como si fuera el mismo, en realidad digo mejor: cada noche, como si fuera la última, y siempre trato de recordar para estar atento, con mi atención en lo que sucederá en tres o cuatro horas. A las tres en punto, si, a las tres, con precisión de quirófano, la alerta temprana de ese calambre en mi pecho me sacudirá como en un espasmo de shock eléctrico. Saltaré en la cama, mirando fijo hacia delante, me tomaré el pecho con la mano derecha, y tratare de sentir el resto del cuerpo con los sentidos que estén a esa hora de guardia. No volveré a dormir, solo me acercare al respaldo, me sentare contra él, y conteniendo mi pecho con mi mano, cantare despacio una canción a  manera de oración india que busca la extremaunción de mi alma: “Doscientos años, de que sirvió, haber cruzado a nado la mar…”… si, esa puede ser una de ellas…  

A las cuatro, indefectiblemente, llega la calma, irracional también, puntual y prolija, pero sin dar ninguna explicación. A veces acompañada de un rayo de luz que cruza la habitación y mi cuerpo. Con esa inspiración me siento más relajado y tomo impulso para  ir a prepararme un termo de té verde. Seguro volveré a la cama, seguiré leyendo a Walt Whitman en inglés, para aprender y recordar, y me preparare para la actuación diaria. A las seis, ya bañado y medio vestido, me siento el personaje de All That Jazz frente al espejo, mirando fijo y melancólico mientras suena Vivaldi. No sé si este esfuerzo es en sí la manera de afrontar la vida, o estoy realizando un entrenamiento que solo lima y desmenuza gramos de vida, empobreciéndome, hundiéndome lentamente en una agonía que paso del acecho a la percepción de su existencia.

Dependiendo como fuera el fallo absoluto de la mañana del día, así me sentiré el resto de la función. Es así: al final solo hay días buenos y malos. Fue en uno de esos días malos, donde no podía concentrarme ni un mínimo en mi papel de experto en algo, donde no había traje ni etiqueta que pudiese ser disfraz suficiente o al menos decente aunque mas no sea para los demás, en el que el dolor en el pecho dejaba una secuela que parecía una queja profunda, que abandoné el trabajo de mi presentación luego del desayuno, y salí a caminar.

Crucé el campo de golf, mientras veía los preparativos para una boda, seguro era viernes (era viernes) y preparaban todo para el fin de semana. Llegué a la calle interna y seguí caminando cuesta arriba. La ciudad está a cierta altura y me faltaba el aire más de lo acostumbrado. Tanteé con mi percepción solamente si el dolor en el pecho se intensificaba con el cansancio de la caminata, pero no pude comprobarlo: note un dolor de cabeza incipiente, una tos seca que aumentaría con el día,  un leve resfrío y un andar desbalanceado. Me auto mediqué caminar más, y un respirar más delicado y atento.

Llego a la calle y tomo hacia mi izquierda, camino hacia el centro. La vereda es muy angosta y por momentos se interrumpe. En la mano de enfrente hay, como en todo Tula, como en todo México, puestos de comida callejeros: pollo asado, tiritas de carne (cárnicas), tortillas y tacos de todo tipo, enchiladas, sincronizadas,… mucho picante encima, mucho guacamole para atraer al espíritu compasivo de la satisfacción con poco de humilde comida, casi a manera de ofrenda.

En realidad no voy al centro, ya fui un par de veces y no hay mucho que mirar, tampoco al sitio arqueológico, donde ruinas de la cultura tolteca se muestran a curiosos, como a pequeña escala de las monumentales obras aztecas o las románticas de los mayas; también estuve ahí. Me dirijo a un pequeño local que vislumbré en una vuelta de las instalaciones de la fábrica de nuestro cliente, hace unos días, cuando en medio de una lluvia tropical, y dado que se había inundado el camino de acceso principal, el chofer de la combi que nos traía tomo por un atajo: una pequeña e increíblemente angosta calle, de geometría imposible, donde las paredes del talud de cerro que cortaban quedaban como en un plano negativo, no permitiendo al que ingresara con un vehículo siquiera calcular si podía doblar, seguir o solo asomarse. Nuestro guía, un hombre con rasgos de indígena nativo, con una sonrisa que mostraba paz y seguridad, movió la combi casi contra el filo de la pendiente, haciéndola girar y estabilizarse los metros justo que permitieron ver que la calle continuaba más allá. Ahí, inmediatamente en el punto donde había girado la camioneta, desde mi ventana pude ver el cartel del pequeño local pintado de verde manzana, y con filigranas de arabescos y soles en el marco de cada pared: “La Flor Azul. Diagnostico del corazón”. El dibujo que se instalaba debajo de la frase del cartel era singular, una persona, un hombre, solo con pantalones (estaba muy bien dibujado, líneas negras sobre el fondo verde tan solo con llamaradas de rojo cruzándolo) y descalzo en una especie de baile circular. En el piso, donde este hombre giraba, un corazón como el del Sagrado Corazón de Cristo, partido y emanando luz. Un corazón roto.

***

Las Flores Azules
Las flores azules
Que están
Atrás de las montanas
Que están hablando
Que están hablando
Ustedes
Que dicen saberlo todo,
Interprétenlas,
Interprétenlas.

La cita era de un cuadro suelto, en uno de los accesos a las múltiples salas del Museo de Antropología del DF.  Era la Canción del Peyote. Sonaba en mi cabeza y en mis retinas desde hacía unos días.
***

Me acercaba al lugar donde debía cruzar y continuar hacia arriba por el camino que el chofer indígena había recorrido, pero no lograba dar con la entrada desde este lado de la calle. Raro, cada esquina parecía la misma y mas caminaba, me parecía estar siempre en el mismo lugar. Apenas una entrada a un callejón se dibujaba, doblaba y me apresuraba para entrar allí, como queriendo sorprender a esa situación prestidigitada, pero nada lograba. Siempre aparecía en un lodazal, o en un baldío, o en una vieja feria de trastos de hierros y maderas. No encontraba la calle de la geometría invertida. Cuando creí ya enloquecer, porque cada cuadra que avanzaba me sugería estar en el mismo lugar, y el árbol o el cartel o la sombra que asomaba diciéndome que ahí comenzaba la calle también se repetía como en espejos colocados formando un domino facetado, un perro negro y grande me miro fijo desde la pequeña terraza de una venta del pollo asado al penque. El perro no se movió, pero su mirada era de una piedad absoluta y en sus ojos vi reflejado el pasaje. Curioso es que al concentrarme detenidamente en el animal, el reflejo se agrando tanto que ya no parecía un reflejo, sino era la entrada en sí misma. Igual, di sobre mis pasos y gire. Ahí lo vi: el plano perpendicular de la tierra, negra y húmeda, no permitía filtrarse a luz alguna. 

Camine rozando la tierra en vertical que mojaba mis ropas, pensando que este pasaje no estaba pensado ni siquiera para que un cuerpo humano lo transgreda. No comprendí entonces lo sucedido a nuestra vuelta de la fábrica: como habíamos podido cruzar en una camioneta por esta misma calle y transitado ese pasadizo angosto. Me aseguré: no había otra posibilidad, era aquí y tan solo con tres pasos más pude ver las maderas viejas pintadas de verde. Deje mis pensamientos un poco atrás y me paré en el umbral del humilde negocio, que debieron haberlo limpiado hace instantes, porque todo alrededor era barro y tierra, y este lugar tenía sus tablas lavadas, claras, sin ninguna huella. Y con aroma a árbol y a jabón. 

Abrí la puerta, un sonido a metal y viento se escucho y de inmediato vi el cuadro que colgaba del techo a manera de saludo y la inscripción que llevaba:

El miedo. La claridad. El poder. La vejez.

Ese cartón grueso y de color manila que se desplegaba del techo me remitió en un relámpago a aquellos libros viejos, a la primera trilogía, al Don Juan, Juan Matus, con el que hablaba Castaneda cuando, tratando de conseguir su bachelor en antropología en California, bajó en un taxi amarillo a Sonora buscando por el brujo contador de historias.

Aquellos eran los cuatro enemigos naturales.

No recordaba que la Vejez era el último.

***

La mujer que estaba acariciando un gato sobre el mostrador me pareció conocida, transportada a otro paisaje, pero definitivamente conocida. Morena, pero de cara redonda y ojos grandes, negros, y remarcados como en una suerte de rímel muy oscuro. Sus rasgos no eran del lugar: su nariz pequeña, su boca de labios gruesos, su edad imprecisa pero en la letanía de los treinta, la ausencia absoluta de sus pechos.

Me acerque lentamente, mientras la mujer pasaba su mano sobre el lomo del felino que abría y cerraba los ojos como si fueran faros delanteros de una extraña maquina de pelo carmesí. El local solo tenía artesanías –lo que creí eran artesanías- y diferentes cuadros pintados con escenas del desierto. Brazaletes y pendientes diversos colgaban del techo y varillas o ramas de madera a manera de cielorraso, pero una gran madera a modo de barra o escritorio separaba el local. Del otro lado de la barra había humildes bancos, como para una sala de espera. Una señora muy vieja estaba sentada en uno de estos, contra la pared, cerca de una ventana que ofrecía un pano fijo en un vidrio de color turquesa. La vieja parecía estar allí desde el comienzo de los tiempos. No logre percibir movimiento alguno en ella.

―Bienvenido. ―me dijo la morena del gato, sus ojos redondos brillaban y más me llamaban a recordar a otra persona― En que lo puedo ayudar esta mañana?, me doy cuenta que no es de acá. –Su acento tampoco era del lugar, no lograba detectar un acento especifico.

―Hola… Si, no soy de acá. Pero vi este lugar hace unos días cuando pasamos con unos compañeros en camioneta por casualidad y me dio curiosidad el cartel, lo que dice el cartel de la entrada. “Diagnostico del Corazón” Que significa?

―Ud. tiene un dolor? Lo siente ahora la pregunta me sorprendió- siente el aire cálido o frío en su interior? la morena me miraba las manos con curiosidad.

―Sí, tengo un dolor en el pecho que… El aire, no, no sé, creo que tibio… quizás es un poco la altura de aquí. Ahora estoy un poco agitado.

Termine de decir eso y la morena tomo mi mano izquierda, abrió los dedos, puso por debajo un papel que materializo de algún lado… y dibujo el contorno de mi mano con un lápiz de color rojo. Saco la mano y miro el papel detenidamente, tomo una vela y engraso el papel, para volver a analizarlo. Dejo de nuevo el papel sobre la mesa y me miro a los ojos, de a uno; sus ojos negros tenían una intensidad que me paralizaba.

―Venga, pase de este lado. –Dijo de golpe- No hay mucho tiempo, yo seré su médico chaman hoy. Mi nombre es Abelarda, y necesito estabilizarlo antes que nada. Veo que la energía de sus manos está en el nivel más débil, pero esta es una buena hora del día para comenzar una rehabilitación.

Paso por la abertura del mesón siguiendo sus ordenes, mientras una parte de mi mente indica que no sé qué es lo que hacen allí realmente, cuanto me cobraran. Es que no tengo mucho en moneda mexicana, debería preguntar si reciben tarjetas de crédito, que estarán haciendo Mónica y el bebe, que estará haciendo Mónica…

Abelarda, ajena a este dialogo impiadoso, me hace seguirla a una cortina de cuentas de cerámica que abre con la mano mostrando una pequeña sala, con piso de cerámica roja y paredes lavadas a la cal, con un catre rústico contra una pared y una silla de madera y una pequeña mesa a manera de escritorio con solo unas piedras de colores encima.

-Acuéstese, mirando hacia su lado derecho, siéntase cómodo.

Hago lo que me dice, el catre no me parece muy limpio, y pienso que debieran poner una sabana limpia para cada paciente o cliente. O un papel, como hacen los gringos en sus clínicas del Norte. Veo que tampoco hay una almohada o almohadón. Me recuesto de todos modos, me extraña que no me pidiera que me saque los zapatos. También que me pida me recueste sobre el lado derecho pensé que el izquierdo es mejor

Estoy de costado, mirando la pared, pero me siento como si estuviera en posición fetal, y fuera un niño, antes del niño. Abelarda, mi médica chaman del día, está detrás de mí. Digo esto porque siento su presencia, pero no puedo asegurarlo, no hace ningún ruido. Creo percibir que algo pone debajo del catre, que algo sucede, como una descarga eléctrica. Siento que algo toca mi espalda, súbitamente me doy vuelta, pero no… Ella está sentada en la silla de su escritorio, lejos. No me mira, parece estar concentrada. Vuelvo a mirar la pared blanqueada, siento que entro un sueño, descanso del dialogo interior.

No me duermo, pero toda mi atención está puesta en pequeños cambios que experimento en mi espalda, en mi estomago, en mi cabeza. Muy sutiles, pero siento pequeños golpes o caricias. Trato de relajarme más. Una tenue luz azul se me proyecta en el frente de mi atención.
***

Sueno con un perro negro, el mismo que me mostró el acceso al pasaje con el brillo de sus ojos. Veo acercarse a otro perro, mas grande, también negro, que lo atemoriza. Trato de interponerme, para que el perro más chico, mi amigo, esté a salvo. Hago unos movimientos nerviosos, muevo mis piernas y brazos como empujando a alguien  y despierto en la gran cama del hotel, con las sabanas revueltas, totalmente empapado. Miro la hora, las dos y veinte de la madrugada. Me tiro de nuevo hacia atrás, cansado. No falta mucho para las tres.

***

El reloj del celular me asegura que son más de las siete, no entiendo como he dormido tanto. Me preocupo y salgo corriendo hasta el baño, abro el grifo de la ducha y recién ahí recuerdo que hoy debe ser sábado. No logro conectar con los recuerdos de la noche de ayer. Solo viene a mí un cansancio dulce en las piernas, que me dice de la caminata maratónica que ayer debo de haber dado luego de salir de La Flor Azul y despedirme de Abelarda. No creo haber dicho ni recibido palabra luego de levantarme del catre ni en tránsito hacia la puerta, solo distingo que tome calle arriba, por adentro del pasaje y me dirigí en dirección a Pachuca. No recuerdo cuanto camine, pero fueron horas. En determinado momento y lugar, que ahora no puedo precisar, sencillamente di la vuelta y volví por la dirección contraria, esta vez ingresando por el acceso principal y no el atajo. No recordaba haber comido, pero vi la cantidad de botellas de agua mineral de plástico con la  que estaba regada la habitación, la botella de Jack Daniels bajo la cama, envoltorios de cacahuates y nueces. Ese debe de haber sido mi festín, pensé.

Sería que la mañana era esplendida, que el sol ya brillaba desde muy temprano, que luego de bañarme y tomar varios termos de té verde, salí del hotel con una energía que me movilizaba por sí misma. Camine hacia arriba nuevamente, pero las ansias o el inusitado entusiasmo me hacían correr. Me sentía espléndido. Algo en mi columna se había fortalecido y sentía mi postura recta y traccionada. Creo que tardé en llegar al sitio del callejón menos de la mitad del tiempo de la vez anterior y reconocí el lugar donde mi amigo el perro negro me había guiado. Esta vez él no estaba. Raro, pero algo dentro mío comenzó a buscar al perro más grande. De hecho, desde una cuadra atrás ya había detectado donde doblar y había presentido que no estaría el animal.  No necesitaba guía esta vez: el sol daba de plano en el macizo de tierra que, ahora seca, parecía ofrecer un paso más que generoso. Caminé y tuve que parar a que bajara por la calle una pick up que llevaba animales de granja. Como me pudo haber parecido esto tan diferente ayer? Quizás el día nublado, tormentoso? Di la pequeña vuelta y ahí me quedé paralizado: del local de maderas verdes y el cartel de la Flor Azul no quedaba nada salvo un vago recuerdo de paredes pintadas a la cal en un ahora humilde puesto de comida que no tenia puerta ni frente alguno. Me acerqué. Solo un tablón en el hueco donde parecía que nunca hubo una puerta. Al verlo bien distinguí que era el mesón del local, donde Abelarda acariciaba al gato. Frutas de todo tipo ya están cortadas en pedazos grandes, y jugos de colores oscuros en vasos de plásticos. Reconocí a quien atendía, solo que esta vez la ví no solo moverse, sino cortar con un cuchillo un pollo con maestría extrema. Era la vieja que ayer esperaba en el banco.

-Señora, Usted sabe dónde está Abelarda? ―pregunté con poca fe.

La vieja me miró y su carcajada hizo temblar el mesón y el mundo. Juraría que al reír su cara me pareció la de un perro negro y grande.

La vieja dejó el cuchillo de lado, lo limpió contra su regazo, y se dirigió a una fuente de frutas. Tomó un plato, agarró un banco que tenia bajo el mesón, lo puso al sol y me llamo con la mirada. No me hablaba pero me incitaba a sentarme y a comer. Nunca en mi sano juicio lo hubiese hecho, pero… que perdía?

Así fue que ahí estaba, en ese pasaje de Tula, de geometría cambiante, sentado al sol en un banco de madera, en el frente de un puesto de venta de comida, con mi plato de frutas y mis manos chorreando un jugo intenso. El ver el color rojo en mis manos bajo el halo de la luz del sol hacía que me maree, pero en realidad estaba más lúcido que nunca. Pensé en Abelarda y de inmediato reconocí a quien me recordaba. Olga. Olga: esa diabla titerera que me asaltó hace ya tanto tiempo. Yo estaba envuelto en una relación claustrofóbica con mi novia histórica, mi primer amor, pero sentía una necesidad urgente de moverme hacia algún lado, quería viajar, vivir en comunidad, cambiar de casa, cambiarme de vida. Mi novia, aquella novia, jugaba a que nos iríamos juntos pero por alguna razón descreía de mis propósitos y era resolutivamente  peyorativa sobre mis deseos y capacidades. La realidad era que parecía nunca me movería de mi lugar. Olga era una vendedora de artesanías a quien, luego de un día de peleas y frustraciones como era habitual, le compre un brazalete que ella ofrecía como talismán para sanar el alma y atraer al nagual.  Esa tarde, la ayude a desmantelar su puesto de venta sobre la calle del parque, y le pedí me acompañe a mi casa a realizar un ritual que me bendiga. Como todo acto de amor, Olga llegó, entro en esa habitación que daba al frente de la casa, miro el desorden de mis cosas y sin decir palabra salto sobre mí arrojándome a la cama. Nada tardó en sacarme toda la ropa. Sus ojos negros como remarcados en rímel me acañonearon, para luego hundirse en mis piernas y re asomar mostrando entre sus dientes, con la boca abierta y risueña mi pene, ahora duro y rojo, como una presa. Después de lamerme hasta dejarme exhausto y al borde de terminar a cada caricia de su lengua, se subió sobre mí y se quito su remera. Olga no tenía senos, su pezones eran tetillas oscuras, su pecho plano. Su pelo corto y negro le daba un carácter andrógino, aunque su cara, sus hombros pequeños y sus piernas poderosas solo enmarcaban a su vagina devorándome. Ese día Olga me hizo conocer la satisfacción total, sacando de mí hasta la última gota de leche elemental.

Cuando llame a mi novia aquella noche, de manera infantil le conté lo sucedido. Solo años más tarde –años más tarde!- realice el momento: le había dicho que había estado con otra mujer. Mi novia y yo emprendimos caminos separados, pero no hubo tristeza. Nunca más vi a Olga ni estuve en contacto con ella, como si se la hubiese tragado la tierra. Solo el recuerdo de sus ojos de demonio.


Despierto, el sol y la fruta me hicieron dormir muy pesado. La vieja ya esta asando pollos para el mediodía. Le acerco el plato, me muestra dos dedos. Entiendo, le dejo veinte pesos.

Al mirar de nuevo hacia dentro veo unas maderas pintadas de verde apiladas contra la pared del fondo, y ahí sí recuerdo que Abelarda me hizo una observación a manera de recomendación, antes de irme.

"Self-importance is man's greatest enemy. What weakens him is feeling offended by the deeds and misdeeds of his fellow men. Self-importance requires that one spend most of one's life offended by something or someone."

El ingles de Abelarda me sorprendió por lo dulce y exquisito, pero en realidad me fue íntimo y familiar. Ella me miró con sus ojos de Olga, madre, bruja y amante y me dijo con un cariño infinito:

 ―Piense en la muerte como una consejera, no como otro ser que solo está aquí para bastardearlo.

***

Lo intento de nuevo. Estiro mi brazo izquierdo lo máximo que puedo. Lo sostengo. Ella está ahí. La siento. La muerte, que, según Don Juan le dijera a Castaneda, se encuentra exactamente a esa distancia de nosotros: el brazo izquierdo extendido. No me toca ni me envuelve, solo está. Si moviera un milímetro más alguno de mis dedos la tocaría, pero debo respetarla y entiendo que debo esperar a que ella me alcance a mí. No tengo animo de dialogo en mi interior, no tengo miedo ni resignación. Solo el conocimiento de que debo esperar. Y la tranquilidad que Olga está a mi derecha, dispuesta a llevarme al infierno aquí en la tierra, justo a las tres de la mañana.